11 diciembre 2017
Aunque sin haber podido leer todavía a Protágoras en tan tierna infancia, tenemos la seguridad de ser la medida de todas las cosas, de ser el centro del universo que acabamos de inaugurar con nuestra llegada. Todo empieza a girar a nuestro alrededor y todas las atenciones son pocas para acompañar al recién llegado en sus primeros pasos por el mundo. Somos el centro de atención, el nuevo juguete, el dolor de cabeza o el motivo de orgullo de aquellos con quien empezamos a convivir.
Pero pese a tan celebrado acontecimiento del que participan aquellos con los que, más pronto que tarde, tendrá que socializar ese niño que empieza la vida, nunca llega a contar con una personalidad y una valía absoluta por ser él mismo.
Desde nuestras primeras horas en la vida, todo aquello que somos se encuentra siempre relativizado por la permanente comparación con los demás que nos acompañará durante toda nuestra existencia, nos metamos donde nos metamos, o hagamos lo que hagamos. Al nacer, sin que nosotros sepamos nada, “pesamos más o menos que” este o aquel otro bebé; “nos parecemos más a la familia materna o paterna”; “somos tan guapos como la mamá” o “¡menos mal que no se parece al padre!”; “es clavadito a su abuelo” o “tiene tus mismos ojos” (de la madre las dos cosas, claro). En la guardería o en el colegio “lloramos menos que” otros niños o sacamos “mejores notas que” tal o cual otro; somos “más trabajadores que” ese o aquel o “dibujamos mejor” que no se sabe quién; “no es tan alto como sus compañeros”, pero “este sí que es noble”, es “el que peor que lee de la clase” o “tan patoso como su tío”.
Ya sea en el deporte, en los estudios, en el trabajo, en el comportamiento mismo, no hay campo o faceta en el que nuestros resultados sean absolutos, sino relativos y comparados siempre con los de otra u otras personas. Somos, en este sentido, “relativos”, nunca “absolutos” por nosotros mismos. Nuestra existencia y nuestro valor no es absoluto por lo que somos, sino que somos una personalidad y tenemos un valor relativo con respecto a algo o a alguien. Estamos en una sociedad que nos compara en términos de mejor-peor, mayor-menor, igual-distinto. Otros, no nosotros, son los que marcan el patrón de medida de nuestro valor y nuestra capacidad como personas, como empresarios, como profesionales, como maridos, como padres, como hijos o como lo que seamos en cualquier faceta de nuestra vida.
Todos somos hijos de una cultura competitiva en las que, desde nuestro nacimiento, nos estamos confrontando con los demás en términos de comparación que, según aumenta nuestra edad, va ganando en importancia y va condicionando en mayor medida nuestra vida personal y profesional.
Esto, que en algún momento podría considerarse como una forma de estímulo y de hacernos mejorar en el desempeño de las actividades que acometemos, puede llegar a obstaculizar nuestro desempeño, agotarnos mentalmente y generar en nosotros el innato deseo de prevalecer sobre los demás para demostrar nuestro valor. Inconscientemente queremos pasar de ser el comparado a ser el referente de la comparación. La medida de todas las cosas. Quedar encima. Ganar.
La idea de que ganar es lo importante está grabada en nuestro cerebro. Nos da igual aquellos mensajes que nos dicen que “lo importante es participar”. No nos vale. Es mentira. Durante toda nuestra existencia hemos comprobado que eso es mentira.
Y esto hace que el progreso y la mejora en nuestra actividad se reduzca. No pretendemos mejorar ningún record mundial porque, para ganar el campeonato del mundo, solo tenemos que correr una centésima de segundo más rápido que el otro, saltar un centímetro más o llegar a la meta un instante antes. Nos da igual que lo hayamos hecho mejor o peor que el día anterior con respecto a nosotros mismos, porque el logro se mide siempre en comparación con otros. Y lo hace, además, poniendo en funcionamiento la teoría de “suma cero”: si yo pierdo es que otro ha ganado. Si yo gano, otro ha perdido.
Esta lucha interminable con los demás se ha instalado en nosotros de tal manera que nos impide valorar los méritos y los logros de los demás. Reconocer su buen hacer, su dedicación, sus habilidades, sus logros, sus resultados. Es más, no es que no los valoremos, sino que, por el contrario, los trivializamos. Y esto se produce por dos razones que están grabadas a fuego en nuestro cerebro. Consideramos, primero, que todos son perdedores en relación a nosotros mismos, y segunda, si ellos ganan es porque yo he perdido.
Lo que otros han conseguido no es nada comparado con aquello que “nosotros podemos hacer”, pero, sobre todo, porque no lo consideramos digno de ser mínimamente valorado o tenido en cuenta.
Llevado esto a las organizaciones empresariales, políticas o profesionales, nunca podríamos reconocer la capacidad de mejorar y de ayudar a las personas a que mejoren si no reconocemos los logros que van alcanzando, pues, normalmente, se comportan como estructuras cainitas en donde se encuentra, agazapado, el verdadero enemigo.
Un auténtico líder nunca lo será, ni que los demás le seguirán, sino es capaz de reconocer en los demás sus logros. Para el coaching político, empresarial y de liderazgo, el líder debe tener la capacidad de ayudar a hacer a los demás mejores de lo que son. No puede ayudar a nadie a mejorar quien no reconoce en ellos ningún progreso en su desarrollo, si lo trivializa o lo omite.
Los éxitos se construyen poco a poco, dando pasos sólidos y consistentes que nos ayuden a afrontar los siguientes. Es necesario que el líder valore y apuntale la solidez de esos pasos para facilitar el desempeño en los siguientes. Quien no sea capaz de hacerlo y caiga en la trivialización del mérito de los demás, deja muy claro qué tipo de liderazgo realiza. Ninguno.
Creo que he sido muy clarito y no he querido poner ejemplos que ayuden a entender lo que digo y que pongan en evidencia a alguno de los “líderes” actuales. ¿Se da alguien por aludido? Por supuesto, no. Lástima. ¿Lo estás meditando ya?